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Hoy, 14 de julio, recordamos un acontecimiento que marcó un antes y un después en la historia de la humanidad: la toma de la Bastilla, símbolo del inicio de la Revolución Francesa. Una revolución que escuchamos nombrar con frecuencia, pero que no siempre comprendemos en toda su magnitud.

Para entender su importancia, debemos ubicarnos en el contexto de la Europa del siglo XVIII. En ese entonces, regía el absolutismo monárquico, legitimado por la teocracia: Dios al centro, y un rey coronado en su nombre. La voluntad divina era la coartada perfecta para justificar el poder total, incuestionable e inapelable de los monarcas. El pueblo obedecía no solo por miedo al castigo terrenal, sino por temor al castigo eterno.

Pero fueron los monarcas quienes perdieron el temor. Se olvidaron de la responsabilidad de gobernar, y convirtieron su autoridad en un instrumento de abuso. Mientras el pueblo sufría hambre, guerras y desesperanza, la corte vivía entre fiestas, lujos y excesos. El despotismo se disfrazó de orden. La humillación reemplazó a la dignidad. La desesperanza hizo estallar el silencio.

Y entonces, ocurrió lo impensable: el pueblo se levantó contra el poder que decía ser divino. Tomó la Bastilla, símbolo del autoritarismo y la represión. Y con ese acto, se abrió paso a una nueva era: el inicio del fin de las monarquías absolutas, y el nacimiento de las repúblicas modernas.

La Revolución Francesa nos enseñó que el ser humano puede soportar reglas, limitaciones y sacrificios… siempre que tenga esperanza. Pero cuando la esperanza se extingue, nace la rebelión. Y no hay trono, ni cetro, ni corona que pueda resistir el peso de un pueblo sin miedo.

Desde entonces, el gobernante aprendió a temer al gobernado. Porque la guillotina no solo corta cabezas: recuerda que el poder reside en quienes lo otorgan. La toma de la Bastilla fue mucho más que la caída de una fortaleza. Fue la caída del mito del poder absoluto.

Hoy, 14 de julio, recordamos que ningún gobierno es eterno. Que la soberanía no es un título, sino un vínculo frágil entre pueblo y poder. Y que todo gobernante, por más todopoderoso que parezca, tiene un verdugo llamado pueblo.

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