En la historia de nuestro país, hay fechas que trascienden el calendario. El 16 de agosto no es solo una jornada conmemorativa: es un recordatorio vivo del amor inquebrantable a la patria.
Ese día, miles de niños y jóvenes salieron al campo de batalla, sabiendo que sus posibilidades de vencer eran casi nulas. No tenían uniformes ni armas modernas; algunos empuñaban palos de madera frente a fusiles y cañones, otros improvisaban bigotes falsos para parecer más adultos y así intentar intimidar al enemigo. Iban descalzos, pero con el alma erguida.
No era ingenuidad, era convicción. Entendían que el sacrificio no siempre se mide en victorias, sino en la entrega total a lo más sagrado que un pueblo puede poseer: su libertad y su identidad.
El 16 de agosto nos habla de ese espíritu indomable, de la cultura que nos forja como paraguayos y de la certeza de que el verdadero patriotismo no se limita a las palabras, sino que se demuestra con actos, incluso cuando el resultado parece inevitable.
En cada niño que juega, estudia y sueña hoy, vive el eco de aquel coraje. Y en cada generación, la responsabilidad de honrarlo con hechos que construyan un Paraguay digno de su sacrificio.
