
Para comenzar, definamos etimológicamente teocracia, que proviene del griego “theos” dios y “kratos” como poder, en otras palabras; “el gobierno de Dios”. Se define a la teocracia como la forma de gobierno donde los administradores estatales coinciden con los líderes de la religión dominante, y las políticas de gobierno son idénticas o están muy influidas por los principios de la religión dominante. Generalmente, el gobierno afirma mandar en nombre de una divinidad, tal como lo especifica la religión local.
En una era de crisis institucional, desigualdad creciente, déficit económico y desconfianza generalizada hacia la clase política tradicional, ha surgido un nuevo tipo de liderazgo que parece responder a una necesidad emocional más que racional. Figuras conocidas como Donald Trump, Nayib Bukele, Javier Milei y Evo Morales han logrado construir algo más que una base electoral: han fundado auténticas comunidades de creyentes. Sus discursos trascienden la política convencional y clásica para adentrarse en el campo de la fe, el dogma y la veneración.
En este escrito exploramos cómo estos líderes se han erigido como mesías modernos, qué mecanismos sociales e ideológicos alimentan estos cultos políticos, y por qué esto representa un riesgo real de teocratismo secular, donde la política se convierte en una religión sin dios, pero con profeta. Este escrito está hecho más allá de las ideologías; es decir no busca criticar a referentes de un solo sector, si no encontrar en referentes de varios sectores un denominador común.
A lo largo de la historia, las masas societarias han buscado líderes fuertes en momentos de incertidumbre. Lo novedoso en el siglo XXI no es la aparición de figuras carismáticas, sino la forma en que ciertos liderazgos se han estructurado e idealizados como cultos, con una simbología específica, una narrativa mítica y una comunidad dispuesta a defender al líder más allá de toda razón o evidencia. Es decir desde un punto de vista del fanatismo.
Sin embargo, el culto a la personalidad no es nada nuevo bajo el sol, como dice el titulo, si no que ha ocurrido a lo largo de la historia. Líderes como Adolf Hitler, Benito Mussolini y Alfredo Stroessner en el caso de nuestro país, ya habían entendido que el poder no solo se sostiene con instituciones o ejércitos, sino con fe. En sus respectivas épocas, cada uno construyó un relato mesiánico con lo cual justificaba su dominio absoluto.
En este contexto, Donald Trump emergió como el “salvador” de una América supuestamente corrompida y decadente. Su eslogan Make America Great Again no era simplemente una promesa de campaña, sino una declaración de fe: había un pasado glorioso que debía recuperarse, y él y sólo él tenía la autoridad moral y espiritual para restaurarlo.
Nayib Bukele, por su parte, no solo se presenta como presidente de El Salvador, sino además como su libertador espiritual. Con una narrativa apocalíptica donde el país estaba dominado por el mal (las pandillas), Bukele se posiciona como el único hombre puro, incorruptible, capaz de traer “luz” a la oscuridad. Su imagen en redes, su omnipresencia mediática y su relación directa con el pueblo han creado una especie de comunión política diaria.
Javier Milei, en Argentina, se autoproclama como el profeta de la libertad. Ha definido su lucha como una “batalla cultural” y moral. No se limita a ofrecer propuestas económicas, sino que habla de “liberar al pueblo de la opresión estatal” como si de un exodo moderno se tratara. Incluso ha creado una frase muy conocida. En muchos de sus discursos cita textos religiosos, y ha llegado a afirmar que Dios lo puso en su camino.
Finalmente, Evo Morales aunque en un periodo de menor protagonismo, representa una versión indígena y socialista del mismo fenómeno. Durante sus mandatos, Evo no solo fue presidente: fue el símbolo viviente de una Bolivia redimida, el hijo de la Pachamama que volvió para restablecer el orden natural. Sus campañas combinaban ideología con espiritualidad ancestral, y aún conserva seguidores que lo defienden con una fe ciega e inquebrantable. Quienes más allá de sus acciones de corromper la institucionalidad en su país lo siguen apoyando.
Estos liderazgos no serían posibles sin la adopción de mecanismos simbólicos y emocionales que convierten al político en una figura sagrada. Se activan así los impulsos del sistema límbico emocional antes que los del neocórtex racional. Más adelante, analizaremos los denominadores comunes que permiten esta transformación o que lleven a este extremo.
Cada líder se presenta como el punto de ruptura en la historia: el antes y el después. Trump es la respuesta al colapso del establishment; Bukele, al fracaso de la democracia salvadoreña; Milei, a la decadencia populista de la izquierda argentina y la alta intervención estatal; Evo, al olvido histórico del pueblo indígena. En todos los casos, el relato implica una redención colectiva liderada por un individuo “elegido”.
El culto necesita un “otro” que encarne el mal: los demócratas corruptos, las pandillas, la casta política, el imperialismo. Otro que sea un rival, es decir crear el relato de un antagonismo. Esta polarización convierte el debate político en una batalla moral o espiritual, donde discrepar no es simplemente tener otra opinión, sino estar del lado del enemigo.
La palabra del líder se transforma en una revelación, no en propuesta. No se le exige rendición de cuentas, porque se asume que “sabe lo que hace”. La institucionalidad queda subordinada a su voluntad. Su fracaso no es culpa suya, sino de traidores o fuerzas oscuras.
Actos masivos, hashtags virales, merchandising, memes, música entre otras cosas. El culto se expresa con formas modernas pero cumple funciones tradicionales: reafirma la fe colectiva, genera identidad y da sentido de pertenencia a los seguidores.
Lo más preocupante de estos liderazgos no es su popularidad, sino su potencial para crear una forma de gobierno donde el poder político se justifica por una “misión superior” ya sea moral, dogmática y/o ideológica en lugar de principios democráticos y republicanos.
Este fenómeno puede llamarse teocratismo secular: una forma de teocracia sin religión formal, donde el dogma no proviene de un libro sagrado, sino de la ideología del líder. La lógica es la misma: hay una verdad única, un camino recto, una figura que guía y una comunidad que debe obedecer el dogma del líder sin discutir.
En este marco las instituciones se ven como obstáculos burocráticos o corruptos; para las intenciones del líder y las constituciones pueden ser reformadas o ignoradas “por el bien del pueblo”. Por otro lado, la disidencia se criminaliza o deshumaniza. Quien no piensa como nosotros no está con nosotros. Y en estos casos, la alternancia en el poder no es deseable, porque solo el líder; quien por alguna raíz de tres resultó ser el “iluminado” es quien puede proseguir con la misión.
El caso de Bukele es emblemático: usando el éxito de su “guerra contra las pandillas”, ha logrado justificar la concentración de poder, la militarización, la censura y la reelección inconstitucional. Todo con el aval de una ciudadanía que lo venera más que lo evalúa.
En Argentina, Milei ha desmantelado estructuras del Estado con una narrativa casi religiosa: el sacrificio es necesario, el sufrimiento es purificador, y quienes resisten el ajuste son parte del “pecado original” de la casta. Su motosierra se ha convertido en su símbolo o en el amuleto se teología.
Trump, tras perder en 2020, convirtió su derrota en un mito fundacional del fraude. No aceptó el resultado electoral, y muchos de sus seguidores siguen creyendo que es el “presidente legítimo” de ese entonces. En 2025 volvió al poder con el respaldo de esa narrativa mesiánica, ignorando condenas judiciales y desafiando los límites del sistema. Incluso llegando a impactar de forma global el alcance de sus acciones.
Morales, en su intento de perpetuarse, ignoró un referéndum que le prohibía reelegirse. Alegó que su “derecho humano a postularse” estaba por encima de la voluntad popular, reafirmando que su liderazgo tenía un valor casi sagrado.
Este tipo de liderazgo no surge en el vacío. Es producto de sociedades heridas, cansadas y desilusionadas, del Estado, el cual no cumple o no cumplio a cabalidad su tarea. Es decir que en gran manera; esto es generada a causa de la corrupción sistemática; lo cual erosiona la institucionalidad y socava los principios y valores republicanos.
Cuando las instituciones estatales fallan o colapsan y los políticos tradicionales pierden credibilidad, y hace que la ciudadanía se harten de ellos, esa misma ciudadanía busca certezas, símbolos, guías dogmáticos que vengan y que den soluciones a sus problemas sociales cotidianos.
El problema es que esa búsqueda puede llevar a entregar la autonomía crítica en manos de líderes carismáticos. La democracia necesita ciudadanos activos, que ejerciten el pensamiento crítico pero el culto necesita creyentes obedientes. Por eso, cuanto más se fortalece el culto al líder, más se debilita la ciudadanía y el sentido democratico.
Además, el ecosistema digital amplifica esta lógica: los algoritmos premian la emoción, la indignación, el conflicto. Los líderes-sectarios manejan estas herramientas como predicadores modernos, construyendo una comunidad virtual que opera como una iglesia global. Todo se ritualiza: un tuit se convierte en mandamiento; una transmisión en vivo, en sermón. En el caso de Argentina; han corrido versiones de que el Estado ha contratado a streamers a modo de que cumplan el rol de “predicar” a las masas. Se hacen llamar como los “influencers de Milei”. Entre ellos están el “Gordo Dan” entre otros.
No se trata de demonizar a los líderes carismáticos ni de negar su capacidad de liderazgo y transformación. Varios de ellos han respondido a demandas legítimas de cambio y justicia. El problema aparece cuando ese liderazgo se vuelve incuestionable, infalible e intocable.
Para resistir la tentación de estos mesías, es necesario exigir transparencia y límites constitucionales en base a las leyes, incluso a los líderes con quienes nos sentimos identificados con su pensamiento o cercanos ideológicamente. Debemos defender la pluralidad como un valor fundamental de la democracia, no como una señal de debilidad o de desorden social. Promover una educación política crítica es más que esencial y necesario para que la ciudadanía pueda identificar cuándo está siendo manipulada emocionalmente, y no confundirse entre liderazgo y salvación. En definitiva, se trata de desdramatizar el poder: ningún político es un mesías, y cuanto antes lo entendamos, más saludables y fuertes serán nuestras democracias.
Trump, Bukele, Milei y Morales representan versiones distintas de un fenómeno muy parecido: la transformación del liderazgo político en culto personal. En contextos de crisis de diversas índoles, los líderes se convierten en los nuevos mesías del poder. Pero la fe ciega, cuando reemplaza al debate, al pluralismo, la diversidad de opiniones y al control institucional, no construye repúblicas: fábrica templos sin salida.
En esto juega mucho el poder de las redes, como constructores de opinión. Que en algunos casos son considerados como brazos ejecutores de hacer llegar los mensajes de estos mesías.
La política debe volver a ser un espacio de desacuerdo, razonamiento y responsabilidad compartida. Donde el pensar diferente no te hace enemigo, sino que te favorece al pluralismo. A no olvidar que de la diferencia de pensamientos; se construye la democracia como tal.
Por otro lado; hay que resaltar que esta forma de veneración trasciende las ideologías y puede alcanzar a referentes de pensamientos muy distintos entre sí. Lo más preocupante es que esta teocracia secular no es un fenómeno ni un caso aislado, sino que comienza a consolidarse como una tendencia a nivel global. Ante esto, es de suma urgencia promover una educación ética basada en el compromiso cívico, los principios democráticos y valores republicanos que fortalezcan el pensamiento crítico y no la obediencia ciega.
Nada nuevo bajo el sol: ayer se adoraban dioses, hoy a políticos. Pero los templos del poder, cuando se construyen sobre una fe ciega la cual no permite pensar ni discrepar, no iluminan: queman.
Si no logramos entender el riesgo de venerar “líderes mesiánicos”, terminamos eligiendo no a representantes, sino a profetas. Y cuando estos profetas fallan como casi siempre sucede, los pueblos no se recuperan con reformas: necesitan exorcismos.