
Javier Milei no heredó una crisis social: la proyectó, la provocó y la está manejando. Lo hizo con una audacia que nadie antes se atrevió a asumir. Aplicó el recorte que todos sabían necesario, pero que ningún otro se animaba porque lo creían políticamente inviable. ¿Su fórmula? Una frase brutal, clara y verdadera: “¡No hay plata!”
Cuando se postuló a la presidencia de la Nación Argentina, Milei diagnosticó con precisión quirúrgica el problema económico, anticipó el dolor que vendría y avanzó con la cirugía a corazón abierto. Prometió ordenar la economía pagando el precio social necesario, y lo dijo sin adornos.
Durante años, Argentina gastó más de lo que producía. Se crearon derechos y programas sociales —que, en esencia, son nobles—, pero sin garantizar su sustentabilidad. Se agrandó el Estado, se multiplicaron los beneficios, pero sin una base económica real que los sostenga. Como quien presta dinero a sus familiares pero no puede pagar la luz de su casa. Tarde o temprano, eso estalla.
Y estalló. Pero no por accidente. Milei preparó el terreno, anunció el dolor y está enfrentando la tormenta diciendo la verdad. Eso es lo verdaderamente disruptivo. No intenta engañar ni maquillar la realidad. Al contrario: avisó que vendrían meses de sufrimiento, y esa claridad desactiva buena parte del miedo colectivo. Porque lo que más teme la gente no es el ajuste: es la incertidumbre.
Podrán gustar o no sus políticas. Habrá aciertos y errores, y la historia juzgará los resultados. Pero si hay algo que se le debe reconocer a Milei, es la osadía de anunciar el sacrificio y sostenerse en medio de la tormenta. Cumplió su promesa de dolor y sigue campante, de pie, gobernando.
No es común ver a un político ganar popularidad diciendo la verdad cuando la verdad duele. Pero en tiempos de hartazgo, quizás esa sea su mayor fortaleza: no haber mentido para agradar, sino haber dicho lo que nadie quería escuchar.