La adultez emergente —esa etapa que va más o menos de los 18 a los 30 años— suele sentirse como un viaje intenso: decisiones que marcan caminos, búsqueda de independencia, vínculos que cambian, dudas sobre quién soy y hacia dónde quiero ir. En medio de tanta exigencia y movimiento, dos herramientas internas pueden hacer una gran diferencia: la autocompasión y los valores personales.
La autocompasión: tratarte como tratarías a alguien que querés
Lejos de significar “tener lástima” o “ser débil”, la autocompasión implica poder mirarte con amabilidad cuando las cosas no salen como esperabas.
Significa recordarte que equivocarse, sentirse mal o no saber qué hacer, es parte de ser humano.
Investigaciones recientes muestran que las personas jóvenes con mayores niveles de autocompasión presentan menos síntomas de ansiedad, depresión y estrés. Incluso, estudios neuropsicológicos han encontrado que practicar la autocompasión reduce la activación del sistema de amenaza del cerebro y fortalece áreas vinculadas con la regulación emocional y la empatía.
En palabras simples: cuando te tratás bien, tu mente y tu cuerpo se equilibran mejor.
Los valores personales: saber hacia dónde querés ir
Mientras la autocompasión te ayuda a sostenerte en los momentos difíciles, los valores personales te orientan.
No se trata de metas (que se cumplen o no), sino de direcciones vitales, como la honestidad, el aprendizaje, el amor, la solidaridad o la libertad.
Cuando tus acciones están alineadas con lo que realmente te importa, tu vida tiene más coherencia y sentido. Y eso —según múltiples estudios en psicología positiva y terapias contextuales— se asocia con mayor bienestar, satisfacción y resiliencia.
La Terapia de Aceptación y Compromiso (ACT), por ejemplo, se centra justamente en esto: vivir en función de tus valores, incluso cuando aparecen el miedo o la duda.