Elí y los gobernantes permisivos: cuando el silencio se convierte en complicidad

Fue justo, fue servidor, pero no corrigió a quienes debía corregir. El relato de Elí, juez de Israel, no solo es una historia bíblica: es un espejo para los líderes actuales que, por miedo o lealtad mal entendida, permiten abusos que terminan dañando al pueblo… y marcando su propio destino.

Por Instituto Publicado el 23/04/2025 06:27

La historia del sacerdote Elí, relatada en el primer libro de Samuel, guarda una poderosa lección para quienes ejercen el poder en cualquier tiempo. Elí fue un líder respetado, servidor del pueblo y del templo, justo en su vida personal. Dios le confió una misión: impartir justicia como juez. Pero cometió un error que le costó caro: fue permisivo con sus hijos, quienes, aprovechando su posición, cometían abusos en nombre del culto. Elí sabía lo que ocurría, pero no actuó con firmeza. Y por eso, el juicio no recayó solo sobre sus hijos, sino también sobre él.

Esa historia, aunque escrita hace miles de años, parece repetirse una y otra vez en nuestros días. Muchos gobernantes —presidentes, gobernadores, intendentes, ministros, directores— se rodean de personas que no están a la altura del poder que se les confía. Colaboradores que usan la investidura para hacer un “extra de dinero”, para “mandar”, para “levantar pendejas”, para humillar, para imponer su voluntad, para torcer la justicia. Y lo más grave: lo hacen con el respaldo tácito de un superior que prefiere mirar a otro lado.

No siempre se trata de corrupción directa. A veces —y me atrevería a decir que la mayoría de las veces— el problema no es el gobernante, sino lo que permite, lo que calla, lo que tolera. En nombre de la política, del equipo, del partido, del compromiso, de la lealtad a los “de primera hora”. Pero ese silencio —como en el caso de Elí— se convierte en complicidad. Y, como en la historia bíblica, es el pueblo quien paga las consecuencias.

Cuando un gobernante designa a un amigo o cercano en un cargo de confianza, ya le está cumpliendo. Le está confiando una misión, una parte de su imagen y también una cuota de su futuro político. Ese gesto, por sí solo, saldó cualquier favor. Lo que sigue ya no es un tema de amistad, sino de responsabilidad. Y si esa persona traiciona esa confianza, abusa del poder o causa daño, no solo compromete al Estado: también arrastra al propio gobernante.

Mi papá solía decirme: “A los amigos no se les pide cosas que los comprometan”. Y yo agrego: si un amigo te compromete con sus actos, es porque nunca te consideró su amigo.
Y por eso, el gobernante no debe dudar en apartarlo del cargo en el mismo instante en que descubre la falta. Porque si no lo hace, la falta ya no es solo del otro… es también suya.

Estar a la altura del cargo implica ser consciente del peso de cada acto y de cada omisión. De lo que uno hace o no hace. Dice o no dice. Permite o no permite. Un gobernante siempre emite una señal, y cuanto más elevado es el cargo, mayores son las repercusiones: positivas o negativas, pero nunca neutrales.

La autoridad verdadera no se mide solo por lo que uno hace, sino también por lo que exige, y por lo que no tolera. Gobernar no es solo mandar: es poner límites, corregir errores y apartar a quienes deshonran el servicio público.

La historia de Elí no es solo un relato religioso. Es una advertencia moral y política: cuando el líder no disciplina a su equipo, el juicio no tarda en llegar.

 

Por: Fabio Raúl Morales
Especialista en Gestión de Gobierno
Egresado del Programa de Liderazgo Político Estratégico 2024